miércoles, 27 de febrero de 2013

Observaciones de un escritor

Hay una página de Facebook: La gente anda diciendo. Allí ponen frases oídas al pasar en la calle; pequeñas irrupciones en la intimidad de desconocidos, huellas borrosas de vidas, de formas de pensar, de situaciones particulares. Generalmente son cosas que dan pie a especulaciones y fantasías, son bocados, puntas de icebergs. Es hasta cierto punto un ejercicio literario. De todos modos tengo la sospecha de que mucho de eso es inventado, pero da lo mismo. El ejercicio sirve para mantenerse alerta, para no ir por la vida como un ensimismado robot, como una parte de la maquinaria inconsciente y egoísta; sirve para tener consciencia de lo que nos rodea.

Mi sentido preferido es el oído, creo que es el que mejor he desarrollado. Sin embargo, hago este ejercicio con la observación. Aunque escucho conversaciones, solo pongo atención cuando requiero información (por ejemplo, si alguien que me atrajo está casada o con novio). Lo que sí hago con detenimiento es observar. Cada tanto encuentro personas o cosas que me comunican algo particular, algo escondido y fructífero, al menos para alguien a quien le gusta crear personajes.

Suficiente explicación. Ahí va la primera observación: 


- Vi en el 132 a este tipo: un gordo canoso, de unos cincuenta y pico de años. Llevaba una camisa con un emblema en el bolsillo; parecía un uniforme de algo. Podía ser electricista. Se frotaba su barba, en el mentón, y luego se olía el dedo. Había algo escatológico en ese gesto, que repitió durante todo el viaje, creyendo que nadie lo notaba.

En cierto momento sacó una revista: Cocina casera. En la portada tenía una pascualina.

sábado, 23 de febrero de 2013

Hospitalidad


Ayer regresé al apartamento por la noche y escuché unas voces en la sala, una masculina. Risas. Pensé que sería una visita. Afortunadamente puedo entrar a mi cuarto a través de la cocina, sin cruzarme con nadie. Cuando iba a mitad de camino escuché otro idioma, y más risas. Poco después la vieja apareció y me dijo que había unas personas de visita, que no me “asustara”. Me pareció normal que tuviera visita, no le vi mucho sentido a su aviso. Me preguntó si hablaba inglés. Le dije que sí y entré a mi cuarto. Tampoco le vi sentido a su pregunta.

A medianoche me di cuenta de que esta visita consistía en que se iban a quedar a dormir. El aviso cobró más sentido entonces. Pensé que serían unos amigos extranjeros de la vieja.

Esta mañana los vi. Mientras dormía los escuché en la cocina. Uno emitió un gemido de satisfacción por lo que comía. Luego abrieron mi puerta y esta vez el gemido fue de sorpresa. Yo me quedé quieto en mi cama, de espaldas a la puerta. Cerraron y se fueron a la sala. Escuché el tintineo de una cuchara en un pocillo, platos, conversación en acento (que no era inglés). Dormí un par de horas más, hasta que escuché que trataban de abrir la puerta del apartamento. Hicieron algo de ruido en eso. Asumí que la vieja había dejado la puerta con llave, y temí que los visitantes usaran mis llaves para abrir y de paso se las llevaran. Me puse de pie, crucé la cocina y fui a la entrada. Ahí estaban: una pareja de viejos. Me saludaron y el viejo balbuceó que eran invitados. Me mostraron un manojo con llaves. Les dije en inglés que ya me habían hablado al respecto, les abrí la puerta (sin llave) y me despedí. La mujer me sonrió y se despidió con “Chao”. Me parecieron alemanes u holandeses.

Cuando volví a mi cuarto vi que habían dejado los platos de su desayuno en la cocina, ordenados pero sin lavar. Eso me molestó. Si estás de invitado en una casa lo menos que puedes hacer es lavar los platos, sobre todo si te preparan el desayuno, tal como parecía. Me sentí mal por la vieja porque esta actitud rebajaba su hospitalidad a un servilismo patético. Esa decisión de dejar los platos ahí era como si la obligaran a darles atenciones. Una cosa es la hospitalidad impuesta y otra la de verdad. En la primera anidan los aprovechados y los inconscientes.

Estuvieron por fuera todo el día. Regresaron por la noche, como a las nueve. Iba a salir a comprar algo y la vieja me salió al paso, justo en la entrada. Me preguntó si podía enviarse plata desde una cuenta de otro país a una cuenta argentina. No sé un carajo de asuntos financieros, pero le dije que me parecía difícil por la tasa de cambio y eso. “No lo puedo decir con certeza, pero no creo”, le dije. Le sugerí Western Union. Ella me contó que los viejos estaban tratando de hacer algo con el banco, pero sus nomenclaturas (¿?) eran distintas de las de Argentina. Dijo algo de un CMUV o algo así. Me pidió que le diera una mano porque no les entendía un carajo.

En la sala estaban el par de viejos. El tipo revisaba un computador en sus rodillas y la mujer estaba al lado. Los saludé y me ignoraron. De todos modos la mujer sonrió y dijo “Problema”. La vieja me pidió que les preguntara si alguien podía enviarles la plata por Western Union. Le pregunté de dónde eran y me confirmó: Alemania. Hice la pregunta en inglés y el viejo, otra vez, me ignoró. La mujer tenía un pedazo de cartón o de papel en la mano con un número largo. El viejo me mostró un par de tarjetas de crédito, las blandió fastidiado y señaló la pantalla, un par de renglones resaltados. Parecía decir algo como “ahí están”. No supe si hablaba en inglés o en alemán; escupía palabras sin sentido. De todo eso solo entendí Standard Bank, más que todo porque estaba anotado en el cartón de la mujer, junto al número. Vi por un tiempo lo que el viejo hacía en el computador hasta que me percaté de lo inútil que era mi papel allí. Le dije a la vieja que me tenía que ir y me fui.

Regresé quince minutos después. Ellos seguían en la sala. Pasé por la cocina y me serví una Coca Cola con parsimonia, preguntándome si debía ir a ver cómo iban o si me importaba un carajo. El viejo decía “bad luck”, “ambassy”, “weekend”. La vieja les preguntó qué habían hecho hoy. El viejo dijo “Plaza Italia” y, después de muchos titubeos y adivinanzas de lado y lado, “Plaza de Mayo”, “policías”. Entré a mi cuarto y me puse a trabajar.

Sin embargo, tenía cargo de conciencia. Volví a la cocina y me quedé ahí parado. Los viejos seguían en la sala. Abrí la nevera sin ningún propósito, saqué la leche, la volví a guardar. Entonces la vieja apareció y fue hasta la estufa. Puso una tetera a calentar. Me preguntó si conocía a Capusotto. Le dije que sí. Mencionó entonces a Micky Vainilla. Yo, aún en mi incoherente búsqueda en la nevera, dije: “Ah sí, el que es medio nazi”.

Me tomó media hora darme cuenta de qué era lo que la vieja me quería decir. Me tomó media hora darme cuenta de mi imprudencia y lo pesada que podía ser esa palabra, “nazi”, en ese contexto. En particular porque ella es judía; en particular porque los de la sala son alemanes; en particular porque soy colombiano; en particular porque dos “inferiores” le estamos dando techo a un viejo indefenso, extranjero y ahora sin plata que me parece que se cree superior.

La vieja no dijo nada, pero seguramente confirmó la idea que tiene de que soy un estúpido. Solo dijo, con fastidio, que no podía creer que gente de una raza supuestamente superior fuera tan maleducada. Negó con la cabeza, resopló. Me contó que los padres del novio de su hija eran alemanes, que habían sido muy queridos (no usó esa palabra pero no recuerdo el equivalente argentino). No entendía cómo podía haber gente así. En ese momento me pareció bastante fastidiada y solo ahora que escribo —como siempre— le veo otro sentido a su expresión, como de desengaño. Me doy cuenta de que se estaba desahogando, de que una especie de vulnerabilidad la llevaba a hacerme esas confidencias banales sobre sus consuegros. Quizás pude haber aprovechado para hacerle una pregunta, como de dónde diablos habían salido esos alemanes, pero en ese momento no lo vi apropiado. Fui a mi cuarto y la dejé ahí, esperando que la tetera estuviera lista, seguramente para servirles a los alemanes.

martes, 19 de febrero de 2013

La semilla de este viaje

Vivo en Buenos Aires. Ya tendré tiempo para hacer el balance sobre mi experiencia argentina. Lo que sí sé es que he cambiado, que cuando reviso mi pasado me sorprendo, me encuentro con un yo desorientado pero impetuoso. El yo de ahora, modulado por ciertos desengaños, es más amargado y silencioso, incluso para escribir. He perdido ímpetu, debo decirlo, y en eso creo que he envejecido. ¿Es extremo decirlo a estas alturas? Bueno, algo que sigo siendo es extremo en mis juicios.

Encontré esto. Estas noches en las que no puedo escribir termino leyendo cosas viejas para reencontrar lo que se me perdió. También por el asunto ese de "en el constante leer lo que escribí encontrar lo que quiero decir". En este caso, este correo es el primer indicio de mi travesía por esta tierra. Esa fue la semilla del viaje. A partir de allí decidí irme de Bogotá. La pregunta del final orientaría (indirectamente, casualmente, por ley del universo y no de mi criterio) mi trayecto. Es del 24 de marzo de 2010:

Estoy aburrido con mi trabajo. Me ponen a hacer cosas por las que antes me pagaban más, cuando trabajaba de freelance para la editorial. Al principio la idea era enseñarme sobre el proceso editorial, pero resultó que la editora, mi jefe, renunció. Ahora le importa poco si aprendo o no, y está más concentrada en dejar todo ordenado para su salida (a final de mes) que en los proyectos actuales. Me siento un poco frustrado.


Hoy estuve sacando fotocopias por media hora. Mientras estaba frente a la máquina me decía: Bien, estoy ganando dinero por esta estúpida labor. Pero otra parte de mí se decía: Qué absurda manera de perder el tiempo. De todos modos pienso darle algo de tiempo a esta situación. Esperaré a que llegue el nuevo editor y seguiré trabajando con el sueldo mínimo por labores monótonas y frustrantes hasta que pueda avanzar a algo mejor. Ese fue mi plan cuando entré a trabajar en el restaurante y me funcionó.



Es increíble lo mal que escribe la gente, sobre todo los profesores universitarios. Su problema no es la ortografía, como uno pensaría; su problema es la incoherente forma de redactar que tienen: sólo escriben sus ideas tal y como les llegan a la cabeza. A veces escogen poner en cursiva un subtítulo y al siguiente lo ponen en negrita, o numeran mal los capítulos, o plagian de otros libros, a veces se plagian ellos mismos; es un absoluto desorden, un caos.



Estuve divorciado de mi actividad creativa. A veces le guardo tanto desprecio, tanto rencor, a esa actividad tan innata en mí, que es casi como si despreciara mi propia naturaleza. Me fastidia que la labor para la que me creo destinado no corresponda con alguna satisfacción los sacrificios que hago por ella. Sólo me trae más y más inseguridad, y afianza en mí las peores aristas de mi personalidad. Anoche traté de trabajar en un cuento que empecé hace tiempo, pero me fue imposible. Me distraía con muchos pensamientos, con la obligación de acostarme temprano.



Y sin embargo el mundo me sigue llevando de vuelta a ese turbulento río. Yo quiero descansar en una orilla, atascarme en un borde y reposar ahí por siempre, pero la corriente es más fuerte que yo y me pone en mi sitio de nuevo. Y no me refiero a esa barbaridad del “no puedo vivir sin escribir”, me refiero a que de un modo u otro el universo se las arregla para tentarme y hacerme señas para que retome ese camino, sin importar cuántas veces trate de evadirme, de escapar. Por ejemplo ahora: tengo muchísimas ganas de retomar, de volver a sentarme por las noches frente al computador, de volver a leer toda la tarde, de negar todo placer mundano para entregarme por completo a esta actividad. Siento como si el ejército me llamara a prestar servicio de nuevo, como esos soldados gringos que se van a Irak y rezan cada día para poder volver a sus hogares y que, cuando al fin logran volver a su tierra, se dan cuenta de que no tienen nada que hacer allá, que en realidad lo único que les queda es volver a la guerra, por hedionda y fea y peligrosa que pueda ser.



Yo quiero volver a la guerra. Ya me he puesto el uniforme.



Alguien me dijo esto hace poco: “El arte que nace de la presunción es corrupto, es insano”. Esas palabras explican el profundo desprecio que le tengo a los compañeros del actual taller de escritores de la Central. Todos buscan lucirse, son pretenciosos, lo que convierte a sus creaciones en engendros incompletos, faltos de vida, monstruos corruptos. En los otros cursos a los que he asistido he visto, por lo menos, a un par de personas genuinas, que no tienen fines morbosos de vanidad, pero en éste no, todos son una plaga.



En fin, el uniforme está puesto. ¿Quién puede darme un buen curso sobre literatura contemporánea?

domingo, 17 de febrero de 2013

Hace unos días, la presidenta Kristina Fernandez de Kichner anunció el cierre temporal del subte línea A, con el objetivo de reparar las vías y refaccionar las formaciones. También anunció la retirada permanente de los primeros trenes que llegaron a la Argentina, vagones hechos de madera y de apertura manual; vagones que fueron importados de Bélgica y que cumplirían este año un siglo de funcionamiento. 

La línea A siempre fue mi preferida del subte de Buenos Aires (Porque hasta en esas cosas tenemos favoritismos) y no solo porque me gustan las diferentes paradas del subte A, sino especialmente por sus vagones viejos, que por segundos se quedaban a oscuras trasmitiendo un aire de otro tiempo.

Hace algún tiempo me tomé unas fotos en los vagones sin saber que su salida estaba tan pronta y que serían un recuerdo de mis primeras andanzas por Buenos Aires en busca de algún sentido a mi paso por la ciudad.

El viernes pasado (día en que salían de circulación) tuve la suerte de viajar por última vez en los viejos vagones, y la avalancha de fotógrafos (turistas y residentes) improvisados fue abrumadora, yo viajé tranquilo, sin fotografiar; solo observando, y haciendo un retrato espiritual del recorrido y sus vagones que quedarán por siempre en mi alma. Espero que la presidenta cumpla su promesa de ponerlos en algún lugar donde puedan ser vistos como lo que son: patrimonio de la ciudad de Buenos Aires.



sábado, 16 de febrero de 2013

Febrero 16

A veces mi imaginación completa mi rutina solitaria y silenciosa con recuerdos inventados. Son cosas que no viví, pero que percibo con mucha nitidez.

En el de hoy estaba contigo, frente al mar. Era de noche y los dos sosteníamos nuestras manos mientras mirábamos el horizonte. Había tristeza en el aire entre tú y yo. Sabíamos que ese era el fin. Tú me preguntabas “¿Qué será de nosotros?”, y yo te decía “No sé”. Un “No sé” pesado y afligido. Luego solo nos quedaba el silencio mientras aprovechábamos nuestras últimas horas.

No sé dónde estés ahora. No sé si estás en este mundo o si estás en un estado superior. No sé en qué estarás pensando, si es que estás pensando. No sé si estás con alguien… Creo que no, porque sé que una vez, en una vida pasada tal vez, nos prometimos que nunca estaríamos con nadie más hasta encontrarnos de nuevo.

Pero parece tan lejano, parece que ha pasado tanto tiempo. Otra cosa que sé es que me equivoqué y que cometí un error muy grave, por el que pago en esta vida. Espero que nuestro lazo sea tan inmortal y fuerte como creíamos y podamos sobrevivir a mi condena, y me esperes dondequiera que estés, hasta que al fin podamos abrazarnos otra vez.

Si yo estoy tan lastimado por tu ausencia, tú también debes estarlo por la mía. Ojalá me puedas perdonar, que después de mi tiempo acá podamos retomar donde nos abandonamos y ser felices de nuevo, juntos siempre, entendiéndonos en nuestro idioma, anticipando nuestras penas y nuestras alegrías, completándonos, simplemente respirando nuestra compañía, disfrutando. Así tiene que ser; es mi único consuelo.

viernes, 15 de febrero de 2013

Los voy a poner a escribir

- Voy a escribir sobre Arsenal. Voy a escribir alguna bitácora de mi novela. Voy a escribir algo de mi diario. Voy a escribir alguna tontería como esta. El caso es que voy a escribir porque es una sana obligación que nos hemos impuesto. Supongo que dejaré de lado el Facebook, en el que tengo la impresión de que ya nadie me estaba haciendo caso, para desfogarme aquí, en donde me harán menos caso todavía. Lo bueno es que no me importa que no me hagan caso.


- Hoy quería ver una mujer desnuda exhibiéndose por la sala de su apartamento. Me parece que hay que estar algo loco —o tener una rara inclinación autoerótica— para hacerlo aun sabiendo que te están tomando fotos.


- Les cuento que empecé a leer lo de Ribeyro (Los geniecillos dominicales) y me llamó la atención un manejo que hace con los tiempos verbales. El primer capítulo está narrado en presente mientras que los que le siguen (al menos hasta donde leí) van en pasado. Hasta ahora no me he preguntado desde dónde se está contando la historia, básicamente porque la narra un omnisciente, pero ese manejo temporal ha resonado esta noche para mí justo ahora que tengo problemas para escribir mi novela. Tengo un problema crucial que a estas alturas ya debería estar decidido y no lo está: el tiempo verbal, algo que ya viene en gran parte resuelto si se sabe desde dónde se está contando la historia.

Primero escribí en pasado. Esto me fastidió porque me di cuenta de que por un lado me estaba quitando dinamismo y porque me estaba hundiendo al protagonista en una especie de autocompasión más bien patética. Adaleón perdía mucho carácter y mucha vitalidad al hablar en pasado, y además eso le daba una fácil entrada a un vicio mío: la explicación excesiva y retórica.

Luego pasé a presente. Todos estos meses en Colombia reescribí lo poco que llevaba en presente. Me parecía un tono más activo, más interesante y dinámico. Hasta cierto punto lo es. Me tenía entusiasmado hasta que encontré dos obstáculos. El primer problema fue que me obligaba a seguir paso a paso al personaje, acción por acción, y de paso las reflexiones retóricas y explicativas se me estaban filtrando con más ímpetu ante la necesidad de llenar tiempo. Cuando necesitaba hacer frenar un poquito a Adaleón: reflexión retórica. Un fracaso del que solo ahora me di cuenta.

El segundo problema del presente es que es demasiado duro. Pablo Ramos lo señaló la última vez que fui al taller: es un tiempo jodido porque a veces resulta artificial, imposible en la realidad. Como, hago esto, voy a tal parte… es difícil expresarse así; corta todo.

Traté de volver al pasado. Ahora me di cuenta de que es muy jodido y de que voy a tener que empezar todo de nuevo. Ya modifiqué mucho las estructuras para mover todo a presente, y si ajusto un verbo que era pilar para el presente, sin mover lo que lo rodea, todo se va a caer a pedazos. Y antes que hacer esa arquitectura nueva prefiero tumbar y volver a escribir. Es lo que voy a hacer ahora.

Si sigo a ciegas lo que me dice Pablo debería escribir y escribir sin parar hasta terminar el primer borrador. Luego me preocupo por tiempos verbales y eso; lo fundamental es completar la historia. Pablo seguramente me dirá que siga adelante en vez de quedarme atrás corrigiendo. Yo voy a su taller, ese es el método que él ofrece, así le dio éxito. Lo lógico es seguirlo.

Bueno, yo no hago lo lógico. Yo ya tenía esto más o menos decidido pero hablar con Piedad Bonnett terminó de convencerme. A pesar de que estoy aprendiendo bajo un método particular (el de Pablo, que es al mismo tiempo una forma de ver la literatura), debo reconocer mi naturaleza como escritor, y esta me obliga a escribir solo cuando lo que queda atrás me convence plenamente. Mi carácter es demasiado minucioso y metódico como para dejarme ir al impulso escritor. Piedad también escribe así, precisamente porque es poeta. Ella me dice que no avanza hasta que no está totalmente satisfecha con el párrafo que deja atrás.

No reniego ni de un método ni de otro. Lo que me parece es que cada quien tiene su propia forma de acercarse a la labor creativa y no siempre la del maestro debe aplicársele a uno. El maestro puede darle parámetros, puede darle ciertas perspectivas, pero no podemos pretender ser copias de él ni pensar tal cual como él. Esto es un error. De hecho puede haber situaciones en las que una aproximación se aplique mejor que la otra. Por ejemplo: ahora que estoy tan atorado me conviene (a mí, a Jeremías Capablanca, Escorpio, neurótico, inseguro, flaco, colombiano, de 27 años) ir paso a paso, como Piedad, porque no tengo la fuerza de un dique palpitando en mis dedos. En el momento en que sienta esa necesidad espiritual y emotiva de desbordarme como un demente y chorrear letras como sangre, entonces puedo irme por el método de Ramos, porque se aprovecha esa corriente.

Yo sé de cierto amigo que anda obsesionado con una frase de “masitas para el té” y ha resignado su escritura ante el inminente temor de que haga “masitas para el té”. Ese amigo debería entender —aunque quizás este esfuerzo es infructuoso porque es un terco— que no todo lo que dice el autor de las “masitas para el té” es una verdad absoluta. Ese amigo mío debería volver a escribir sus “masitas para el té” para sentirse vivo otra vez y encontrarle un propósito a cierto viaje que hizo. Además, no debería dejarse arrastrar por la opinión de quien cree que las “masitas para el té” indigestan. A mí me parece que las “masitas para el té” pueden resultarle muy útiles a su naturaleza de escritor (es una posibilidad, no lo afirmo).

Yo pienso que ese amigo debería aprender a rebelarse, a no deslumbrarse tan fácil y a ir en contra de su voz interior que le dice que deje de escribir. Vincent (van Gogh) lo decía: “Cuando una voz te diga que no pintes, pinta por todos los medios y esa voz se acallará”. También ayudaría dejar de lado vanidad de esperar que todo lo que escriba sea grandioso. Si algo me ha ayudado a mí a escribir y vivir en paz con eso es haber dejado atrás la vanidad del caso. Yo pienso que a él el autor de “las masitas para el té”, a pesar de su personalidad arrolladora, no le conviene como maestro ni como aproximación a la literatura, porque sus intereses y sus perspectivas van por otro lado. Yo pienso que mi amigo debería pasar un buen cumpleaños y escribir otra vez.