domingo, 6 de septiembre de 2015

Un recuerdo de colegio

Un día llegó un profesor al salón y dijo: “Vamos a salir a tomar las fotos del anuario”. En esa época yo aún era parte del grupo de ñoños, aunque no recuerdo haber sido tan estudioso como ellos. Solo me dejaba llevar por ese aire de buenas notas y le sacaba provecho, como cuando había trabajos grupales. Sin embargo, para entonces mi lugar en ese grupo parecía debilitado. Al fin y al cabo, ellos se conocían desde primaria, y yo había llegado al colegio en séptimo.

Nos dijeron que para las fotos solo se podían armar grupos de ocho. Cuando vi a mis compañeros contarse me dio la impresión de que me estaban dejando por fuera. No recuerdo bien cómo ni por qué llegué a esa idea. Quizás yo mismo me puse a contarlos y vi que sería el noveno, o probablemente lo que me irritó es que estuvieran contemplando agregar a su foto a otro tipo que no tenía nada que ver; el caso es que me convencí de que no iba a aparecer junto a ellos en el anuario. Desencantado y con algo de rencor, me separé deliberadamente y me puse a caminar por ahí mientras el profesor tomaba las fotos. De algún modo terminé junto a los renegados del salón: un par de repitentes y otros más con los que a nadie le interesaba tomarse fotos. Uno se la pasó burlándose de las abundantes cejas del profesor: deformaba su apellido de Cerón a Cejón y lo llamaba a los gritos: “¡Cejón! ¡Cejón!”. Ese año aparecí en el anuario con ellos: una foto de seis, en la que tengo cara de amargado.

Justo después de mi foto tomaron la de los ñoños, acostados en un montículo de pasto. Mientras volvía al salón uno de ellos, aún en su pose fotogénica, empezó a decirme “Voltearepas”. Eran siete.


Creo que ese fue el día en que se quebró mi amistad con esos compañeros. Luego de eso seguimos andando juntos un tiempo, pero gradualmente empecé a alejarme y a sacar notas cada vez más mediocres, hasta que perdí un año.